Good bye Cambridge- Bonjour Paris
En lo personal, había estado esperando nuestra estadía en París con muchísimas ansias. De pequeño, supe ser muy anglófilo; ahora más grande, esa apreciación cambió de foco hacia Francia, su historia y su cultura. París representa el centro de todo eso, con sus panaderías en las avenidas arboladas, las ramblas sobre el Sena, las cafeterías de artistas en Montmartre y los grandes monumentos que llenan su horizonte; la Torre Eiffel, el Arco de Triunfo y las pirámides de vidrio del Louvre.
Sin embargo, en ese momento, también significaba abandonar Cambridge, y todos los amigos que habíamos hecho allí. Era agridulce, por decir poco. Esta iba a ser la última vez que los íbamos a ver antes de dejar el Reino Unido, y luego Europa por completo. Siendo así, aprovechamos; nuestro transporte a la estación St. Pancras (en Londres, el lugar de partida del tren a París) salía a las tres de la mañana, por lo que tuvimos unas horas para terminar de armar nuestras valijas y despedirnos. Luego de comer un postre de despedida con mis amigos, y después de armar mis valijas a las apuradas (como lo estábamos haciendo casi todos), pasé la noche charlando hasta que llegó la hora. Nos despedimos, y demoramos lo más posible haciéndolo.
Nos costó correr hasta la camioneta, y nos costó aún más apretarnos con las valijas en los asientos. Lo que no sabíamos es que se aproximaba el primer susto de la noche. Cuando todos nos estábamos preparando para dormir durante el viaje, se escuchó desde el fondo la voz de Manuela. «¡¿Y David?!» Con lo apresurados que estábamos todos, nos olvidamos del único de nosotros que sí había dormido después de la cena del día anterior. Ismael salió corriendo a buscarlo, mientras nosotros lo llamábamos por celular. Unos minutos más tarde, apareció Ismael de nuevo, explicando que había tenido que hablar con la seguridad de la residencia para que lo dejaran pasar, corriendo hasta el cuarto de David para despertarlo y ayudarlo a tirar todo para adentro de su valija. Unos minutos más tarde, David ya estaba con el grupo, y ya estábamos preparados para dormir.
Unas horas más tarde, estábamos en St. Pancras. Mi intención era mantenerme despierto, por lo menos hasta pasar por el Eurotúnel debajo del Canal de La Mancha pero, luego de correr por varios vagones para encontrar mi asiento, y casi desgarrarme la espalda levantando mis valijas (una de las cuales perdió su manija), me dormí en cuanto pude. Cuando me desperté, ya estábamos en la célebre Gare du Nord (Estación del Norte), que recibe los trenes internacionales desde el Reino Unido y el resto del noroeste europeo. Salimos casi que, volando del tren, queriendo llegar lo más rápido posible al hotel para descansar, pero notamos que faltaban Mariela, Alicia, Franco y Manuela. Federico salió a buscarlos, y volvió rápidamente con los cuatro detrás. Algo faltaba, igualmente; la mochila de Alicia, con su billetera, su computadora, y, más importantemente, su pasaporte, que había visto por última vez en su asiento del tren.
La locura que prosiguió fue indescriptible. Entre un poco de inglés, un poco de francés y un poco de español, hablamos con el personal de la estación para ver si podían encontrarla, mientras el resto se quedaba en una especie de fortín que armamos con las valijas. Casi media hora más tarde, reapareció, pero faltándole algunas cosas (por suerte, nada que le impidiese a Alicia volver a Uruguay).
La siguiente peripecia se presentó cuando nos avisaron que nuestro transporte al hotel había llegado hacia una hora (ya que el tren se había retrasado) y ya se había ido. Al rato conseguimos dos camionetas que nos podían llevar hasta el hotel.
Apretados, pero entusiasmados por la idea de poder descansar un poco, llegamos rápidamente al hotel y un rato más tarde, y sin haber descansado mucho, ya estábamos saliendo de vuelta.
Nos teníamos que acostumbrar de nuevo a otros alrededores; en este caso, la estación Saint-Lazare, que estaba a unas cuadras de nuestro hotel, y las distintas atracciones que las rodeaban. El barrio estaba lleno de lutieres (no los comediantes, los que arreglan instrumentos) y tiendas de música, lo cual me fascinaba, y, a algunas cuadras, nucleaba a varias de las galerías famosas de París, como las Grand Magasins du Printemps y las Galeries Lafayette, sobre el Boulevard Haussmann. Luego de un breve almuerzo frente a la estación, pasamos por las galerías para llegar a la parada del bus turístico, que era lo que habíamos planeado para el día. Nos subimos, y nos embarcamos en un paseo por todos los lugares célebres de París; nos hablaron de la distintiva arquitectura, obra del Barón Haussmann; de la historia que se nucleaba en la Île de la Cité, la «Isla de la Ciudad» en el medio del Sena, que alberga a la Catedral de Notre-Dame, todavía en reparaciones, y al Palais de la Cité, que fue palacio real desde el siglo sexto al decimoctavo; de las exposiciones de los museos Orsay y Louvre, y de las vistas desde la plaza del Trocadero; y, finalmente, de la Torre Eiffel, que volveríamos a ver en nuestro crucero nocturno.
Debo admitir que, como nos pasó a muchos, me dormí con el solcito de la tarde que le daba al techo del ómnibus. Aun así, me pude despertar y disfrutar de la gran mayoría del tour, gracias al viento frío que (como en Londres) azotaba al vehículo. A la vuelta, seguíamos exhaustos, pero, logramos mantenernos despiertos para afrontar la última parte del día, que nos tomó hasta las ramblas debajo de la Torre Eiffel, para tomarnos un barco que nos iba a llevar por el Sena. El viento y el frío habían recrudecido, pero eso no nos impidió disfrutar; mirábamos con asombro los edificios iluminados por las características luces de la ciudad que las toma como nombre, y casi que saltábamos, gritando y moviendo los brazos, para que los pasajeros de otros barcos nos saludaran. Congelados, pero felices, volvimos al hotel (luego de descubrir, para nuestra sorpresa, que los boletos de ómnibus que habíamos comprado no servían para otro viaje, y colarnos en un ómnibus de vuelta) para cenar en nuestras habitaciones.
Se le acredita al psiquiatra japonés Hiroaki Ota el descubrimiento del «síndrome de París», un fenómeno psicosomático que experimentan los viajeros al llegar a París, y encontrarse con que no era tan impresionante como lo esperaban. Les puedo decir, con toda certeza, que no lo sufrí. Más allá de todas las peripecias que se presentaron, todavía recuerdo lo sobrecogiente que fue el asombro que París, en todo su esplendor, me generó. No creo que esté mal describirla como la ciudad más hermosa del mundo, por más amor que le tenga a Montevideo, porque así lo pareció, desde el primer día hasta el último.
Gabriel